Jamás hubiera empleado este título que pertenece, creo yo, a una legendaria película de Andrei Mikhalkov Konchalovski, si el mismo no tuviera, en esta ocasión, cierto peso irónico. Porque María Sharapova, al convertirse en sueño de una legión innumerable de hombres, se ha convertido en la amante de todos y a la vez, tristemente, de ninguno. En la vaporosa trama de su vida privada, donde los grandes medios han intentado penetrar sin mucho éxito, no se avizoran ganadores de la gran lotería de Eros. María no tiene novio, y probablemente jamás lo haya tenido.
¿Cómo es posible? Se preguntará el lector, como lo hago yo casi todos los días. La respuesta más obvia tiene que ver, supongo, con la disciplina. El tenis exige muchísimo entrenamiento, claro; pero sobre todo demanda dolorosos sacrificios. Las tenistas, sobre el comienzo de su carrera, son todavía niñas forzadas a tomar decisiones de mujer hecha y derecha. ¿Qué es lo que se busca? ¿El sueño de dominar el abierto de Inglaterra y emular los logros de las grandes campeonas, conquistando a paso firme la gloria y la fama? ¿O el sueño más humilde de tener una vida sin grandes emociones, más normal y rutinaria, con amigas, fiestas, proximidad de los seres queridos y dos o tres ilusiones amorosas iluminando una prolongada pubertad y adolescencia? La decisión no es fácil, y por eso a María, como a tantas otras tenistas de generaciones precedentes, la ayudó su padre.
Esto nos lleva a otro tema. Se habrán percatado los televidentes que en un abierto de tenis, particularmente en los partidos de la rama femenina, se da un espectáculo curioso: la presencia ubicua de los padres. Elena Dementieva y Jelena Jankovic entran al ruedo bajo la atenta mirada de sus respectivas madres; las hermanas Williams, en medio de sus épicas batallas, para encontrar aliento buscan los ojos de su bullicioso padre. Los tenistas españoles, digna semilla de Franco, no solamente cargan con sus progenitores, sino que a su corte le suman tíos, primos, hermanos, abuelos, amigos y hasta medio centenar de desconocidos. Los padres juegan un rol múltiple en la dificilísima carrera de sus hijas: administran el dinero, buscan y contratan a los entrenadores de turno, organizan los múltiples viajes y finalmente, ya en el ruedo, brindan apoyo moral al tiempo que se comen las uñas.
En este sentido, María ha sido una excepción sólo a medias. Su padre, Yuri Sharapov, es la encarnación viva del enigma. Por instantes muestra un amor filial contenido solamente por un sólido estoicismo, y más tarde parece que lo invade esa indiferencia hiriente del amante ingrato que su hija debe sentir como un puñal en el pecho. Esta ambiguedad tiene a su vez una expresión física: el padre de María está a veces en la tribuna, otras veces entra y sale cual fantasma, y no son pocas las ocasiones en que su ausencia es sencillamente absoluta. María tiene que haberse sentido huérfana en no pocas circunstancias, sobre todo bajo la amenaza de una inminente derrota. ¿Quién no ha visto al padre de María alejarse cruelmente de la cancha aquella vez en que a la pobre la eliminaron en el abierto de los Estados Unidos? ¿Juntos en la victoria, pero sola en la derrota? Accidentes del amor filial, sin duda.
Una de las más emotivas experiencias que han vivido los amantes de María, se dio precisamente el 2 de julio del año 2004, cuando nuestra amada destrozó a Serena Williams en la final del torneo de Wimbledon. Apenas consumada la victoria, María –rostro angelical bañado en lágrimas de goce, blonda cabellera atada con sencillez en la espalda, piernas largas y gloriosamente delineadas, nalgas grandes, pero redondas y firmes- corrió como loca a la tribuna buscando a su extasiada madre; los reporteros no podían ubicarla, los comentaristas de la televisión intentaban comprender qué estaba sucediendo… María apenas abrazó a su madre, ignoró por completo a los fanáticos enardecidos que buscaban tocar sus temblorosas manos y con la voz quebrada todavía por el llanto pedía que le dieran un teléfono celular. Sí, eso mismo: un teléfono celular para llamar a su padre, que creo andaba cocinándose en las distantes playas de Florida. Su corazón siempre había estado allí. El trofeo estaba dedicado al único amor real de María. Después de Yuri, su madre; y después de su mamá, probablemente un chihuahua. Los amantes de María, venimos después del perro.
Pero no importa. María es el amor de todos en la cancha. Allí se entrega apasionadamente, gime y grita como loca, estalla sudorosa en un orgasmo detonado igualmente por el triunfo o la derrota. Esta pasión que la consume la ha llevado al pináculo de la gloria en Wimbledon y los Estados Unidos, pero también le ha costado tempranas eliminaciones en otros torneos de peso. Si supiera controlar sus emociones, si pudiese dosificar la intensidad de su entrega, María se convertiría sin problemas en la mejor tenista del mundo. Se daría entonces lo impensable: esa combinación de fuerza, agilidad y gracia, acompañada de serenidad y belleza.
¿Cómo es posible? Se preguntará el lector, como lo hago yo casi todos los días. La respuesta más obvia tiene que ver, supongo, con la disciplina. El tenis exige muchísimo entrenamiento, claro; pero sobre todo demanda dolorosos sacrificios. Las tenistas, sobre el comienzo de su carrera, son todavía niñas forzadas a tomar decisiones de mujer hecha y derecha. ¿Qué es lo que se busca? ¿El sueño de dominar el abierto de Inglaterra y emular los logros de las grandes campeonas, conquistando a paso firme la gloria y la fama? ¿O el sueño más humilde de tener una vida sin grandes emociones, más normal y rutinaria, con amigas, fiestas, proximidad de los seres queridos y dos o tres ilusiones amorosas iluminando una prolongada pubertad y adolescencia? La decisión no es fácil, y por eso a María, como a tantas otras tenistas de generaciones precedentes, la ayudó su padre.
Esto nos lleva a otro tema. Se habrán percatado los televidentes que en un abierto de tenis, particularmente en los partidos de la rama femenina, se da un espectáculo curioso: la presencia ubicua de los padres. Elena Dementieva y Jelena Jankovic entran al ruedo bajo la atenta mirada de sus respectivas madres; las hermanas Williams, en medio de sus épicas batallas, para encontrar aliento buscan los ojos de su bullicioso padre. Los tenistas españoles, digna semilla de Franco, no solamente cargan con sus progenitores, sino que a su corte le suman tíos, primos, hermanos, abuelos, amigos y hasta medio centenar de desconocidos. Los padres juegan un rol múltiple en la dificilísima carrera de sus hijas: administran el dinero, buscan y contratan a los entrenadores de turno, organizan los múltiples viajes y finalmente, ya en el ruedo, brindan apoyo moral al tiempo que se comen las uñas.
En este sentido, María ha sido una excepción sólo a medias. Su padre, Yuri Sharapov, es la encarnación viva del enigma. Por instantes muestra un amor filial contenido solamente por un sólido estoicismo, y más tarde parece que lo invade esa indiferencia hiriente del amante ingrato que su hija debe sentir como un puñal en el pecho. Esta ambiguedad tiene a su vez una expresión física: el padre de María está a veces en la tribuna, otras veces entra y sale cual fantasma, y no son pocas las ocasiones en que su ausencia es sencillamente absoluta. María tiene que haberse sentido huérfana en no pocas circunstancias, sobre todo bajo la amenaza de una inminente derrota. ¿Quién no ha visto al padre de María alejarse cruelmente de la cancha aquella vez en que a la pobre la eliminaron en el abierto de los Estados Unidos? ¿Juntos en la victoria, pero sola en la derrota? Accidentes del amor filial, sin duda.
Una de las más emotivas experiencias que han vivido los amantes de María, se dio precisamente el 2 de julio del año 2004, cuando nuestra amada destrozó a Serena Williams en la final del torneo de Wimbledon. Apenas consumada la victoria, María –rostro angelical bañado en lágrimas de goce, blonda cabellera atada con sencillez en la espalda, piernas largas y gloriosamente delineadas, nalgas grandes, pero redondas y firmes- corrió como loca a la tribuna buscando a su extasiada madre; los reporteros no podían ubicarla, los comentaristas de la televisión intentaban comprender qué estaba sucediendo… María apenas abrazó a su madre, ignoró por completo a los fanáticos enardecidos que buscaban tocar sus temblorosas manos y con la voz quebrada todavía por el llanto pedía que le dieran un teléfono celular. Sí, eso mismo: un teléfono celular para llamar a su padre, que creo andaba cocinándose en las distantes playas de Florida. Su corazón siempre había estado allí. El trofeo estaba dedicado al único amor real de María. Después de Yuri, su madre; y después de su mamá, probablemente un chihuahua. Los amantes de María, venimos después del perro.
Pero no importa. María es el amor de todos en la cancha. Allí se entrega apasionadamente, gime y grita como loca, estalla sudorosa en un orgasmo detonado igualmente por el triunfo o la derrota. Esta pasión que la consume la ha llevado al pináculo de la gloria en Wimbledon y los Estados Unidos, pero también le ha costado tempranas eliminaciones en otros torneos de peso. Si supiera controlar sus emociones, si pudiese dosificar la intensidad de su entrega, María se convertiría sin problemas en la mejor tenista del mundo. Se daría entonces lo impensable: esa combinación de fuerza, agilidad y gracia, acompañada de serenidad y belleza.
(Foto: María, por "fabricadezvonuri" @ Flickr)