Saturday, October 18, 2008

Los amantes de María

Jamás hubiera empleado este título que pertenece, creo yo, a una legendaria película de Andrei Mikhalkov Konchalovski, si el mismo no tuviera, en esta ocasión, cierto peso irónico. Porque María Sharapova, al convertirse en sueño de una legión innumerable de hombres, se ha convertido en la amante de todos y a la vez, tristemente, de ninguno. En la vaporosa trama de su vida privada, donde los grandes medios han intentado penetrar sin mucho éxito, no se avizoran ganadores de la gran lotería de Eros. María no tiene novio, y probablemente jamás lo haya tenido.

¿Cómo es posible? Se preguntará el lector, como lo hago yo casi todos los días. La respuesta más obvia tiene que ver, supongo, con la disciplina. El tenis exige muchísimo entrenamiento, claro; pero sobre todo demanda dolorosos sacrificios. Las tenistas, sobre el comienzo de su carrera, son todavía niñas forzadas a tomar decisiones de mujer hecha y derecha. ¿Qué es lo que se busca? ¿El sueño de dominar el abierto de Inglaterra y emular los logros de las grandes campeonas, conquistando a paso firme la gloria y la fama? ¿O el sueño más humilde de tener una vida sin grandes emociones, más normal y rutinaria, con amigas, fiestas, proximidad de los seres queridos y dos o tres ilusiones amorosas iluminando una prolongada pubertad y adolescencia? La decisión no es fácil, y por eso a María, como a tantas otras tenistas de generaciones precedentes, la ayudó su padre.

Esto nos lleva a otro tema. Se habrán percatado los televidentes que en un abierto de tenis, particularmente en los partidos de la rama femenina, se da un espectáculo curioso: la presencia ubicua de los padres. Elena Dementieva y Jelena Jankovic entran al ruedo bajo la atenta mirada de sus respectivas madres; las hermanas Williams, en medio de sus épicas batallas, para encontrar aliento buscan los ojos de su bullicioso padre. Los tenistas españoles, digna semilla de Franco, no solamente cargan con sus progenitores, sino que a su corte le suman tíos, primos, hermanos, abuelos, amigos y hasta medio centenar de desconocidos. Los padres juegan un rol múltiple en la dificilísima carrera de sus hijas: administran el dinero, buscan y contratan a los entrenadores de turno, organizan los múltiples viajes y finalmente, ya en el ruedo, brindan apoyo moral al tiempo que se comen las uñas.

En este sentido, María ha sido una excepción sólo a medias. Su padre, Yuri Sharapov, es la encarnación viva del enigma. Por instantes muestra un amor filial contenido solamente por un sólido estoicismo, y más tarde parece que lo invade esa indiferencia hiriente del amante ingrato que su hija debe sentir como un puñal en el pecho. Esta ambiguedad tiene a su vez una expresión física: el padre de María está a veces en la tribuna, otras veces entra y sale cual fantasma, y no son pocas las ocasiones en que su ausencia es sencillamente absoluta. María tiene que haberse sentido huérfana en no pocas circunstancias, sobre todo bajo la amenaza de una inminente derrota. ¿Quién no ha visto al padre de María alejarse cruelmente de la cancha aquella vez en que a la pobre la eliminaron en el abierto de los Estados Unidos? ¿Juntos en la victoria, pero sola en la derrota? Accidentes del amor filial, sin duda.

Una de las más emotivas experiencias que han vivido los amantes de María, se dio precisamente el 2 de julio del año 2004, cuando nuestra amada destrozó a Serena Williams en la final del torneo de Wimbledon. Apenas consumada la victoria, María –rostro angelical bañado en lágrimas de goce, blonda cabellera atada con sencillez en la espalda, piernas largas y gloriosamente delineadas, nalgas grandes, pero redondas y firmes- corrió como loca a la tribuna buscando a su extasiada madre; los reporteros no podían ubicarla, los comentaristas de la televisión intentaban comprender qué estaba sucediendo… María apenas abrazó a su madre, ignoró por completo a los fanáticos enardecidos que buscaban tocar sus temblorosas manos y con la voz quebrada todavía por el llanto pedía que le dieran un teléfono celular. Sí, eso mismo: un teléfono celular para llamar a su padre, que creo andaba cocinándose en las distantes playas de Florida. Su corazón siempre había estado allí. El trofeo estaba dedicado al único amor real de María. Después de Yuri, su madre; y después de su mamá, probablemente un chihuahua. Los amantes de María, venimos después del perro.

Pero no importa. María es el amor de todos en la cancha. Allí se entrega apasionadamente, gime y grita como loca, estalla sudorosa en un orgasmo detonado igualmente por el triunfo o la derrota. Esta pasión que la consume la ha llevado al pináculo de la gloria en Wimbledon y los Estados Unidos, pero también le ha costado tempranas eliminaciones en otros torneos de peso. Si supiera controlar sus emociones, si pudiese dosificar la intensidad de su entrega, María se convertiría sin problemas en la mejor tenista del mundo. Se daría entonces lo impensable: esa combinación de fuerza, agilidad y gracia, acompañada de serenidad y belleza.

(Foto: María, por "fabricadezvonuri" @ Flickr)

Thursday, October 16, 2008

Justine Henin, la bala

“Ayer otra vez la vimos a Justine levantar una copa. Pero lo más atrayente de ella no es que gane sino su mirada y su cuerpo. Mira oscuro, frontal y firme. Mide menos de 1,70 y pesa por debajo de 60, eso en el circuito le da la heroicidad de David ante el gigante”. De esta manera ha descrito el filósofo argentino Tomás Abraham a quien debe ser la mejor tenista del mundo desde que Steffi Graf decidiese ser madre. Nosotros, desde este humilde rincón, vamos a plantear nuestra pequeña variante.

Justine Henin es en realidad un interludio. Una pausa. Un momento de gloria en que la velocidad, el vértigo, la elegancia y la finura detienen el avance inexorable de la fuerza bruta. La fuerza bruta está encarnada en Serena Williams, hija de una era muscular cuya obra maestra y siniestra es nada más y nada menos que “butifarra” Nadal.

Hace más o menos dos lustros, cuando Steffi Graf abandonara el tenis para dedicarse al amor, hubo un período extraño. Un período casi decadente donde se le rendía tributo solamente a la belleza. Tal período puede quedar reducido en un nombre: Martina Hingis, la hermosa jugadora checa cuyo talento extraordinario iba acompañado de un defecto que en realidad es virtud: la debilidad. Su gracia, su fragilidad natural, su aspecto en que sospechosamente se mezclaban la deportista ejemplar y la modelo o la actriz, son cualidades que subyugan al espectador masculino, pero que conspiran contra un reinado sólido y duradero. A los predios de Martina llegaron las hermanas Williams con hambre; y bastaron dos años de presión para que la checa, aterrorizada por los gestos combinados de aquellas dos fieras, se alejara para siempre del circuito y buscara un cómodo asilo en territorio neutral: la Suiza de Roger.

Fue de esta manera que a la armonía, al equilibrio, a la musicalidad del tenis que los aristócratas ingleses premiaban con entusiasmo en Wimbledon, les sustituyó la rabia, el gruñido, el empuje animal que no solamente se contenta con la victoria, sino que a la misma tiene que agregarle el condimento de la humillación.

Este hecho formidable tuvo su lado positivo. Fue muy lindo observar al papá de las señoritas Williams, miembro de una minoría racial discriminada cruelmente en su país de origen y posiblemente en Inglaterra, adueñarse con revoltosa alegría de las tribunas racistas de Wimbledon. A los hipócritas que organizan anualmente aquel magno evento, cuánto debe haberles costado entregar la copa y los millones de libras esterlinas a una atleta negra. O lo que es más cruel: a dos. Y eran ciertamente dos atletas formidables las hermanas Williams, aunque es de justicia señalar que solamente Venus poseía parcialmente eso que en abstracto queremos llamar “arte”.

Todo lo que sube, sin embargo, baja. Y todo aquello que principia tiene su inevitable final. El reinado de las Williams parecía eterno. Hasta que llegó Justine Henin. A lo que afirma Abraham hay que agregar algo. La Henin tiene una mirada de mujer fría y apática. Toda ella parece construída con acero. La emoción que no comunica su rostro, la expresa el movimiento de su cuerpo. Henin es una bala, un prodigio de ubicuidad y movimiento. Sus rivales se desesperan porque pongan donde pongan la bola, la Henin, como por acto de magia, la alcanza. La fuerza vence siempre en el cuerpo a cuerpo. Pero en el tenis media la malla. Esa distancia es territorio de magia donde David puede ser más que Goliat. Nunca se ha visto a Serena Williams sudar tanto, correr pesadamente a los extremos de la cancha para golpear al aire, lanzar gritos de frustración ante la derrota inevitable. En el abierto de los Estados Unidos del año 2007, la Henin derrotó limpiamente a las dos hermanas Williams y se convirtió de inmediato en la mejor jugadora del mundo. La era de la fuerza había acabado.

Sin embargo, habíamos dicho que la Henin era tan sólo una pausa. Y sí. Porque después de aquellos triunfos históricos decidió retirarse. En su breve carrera, sin embargo, ha dejado una lección imborrable: la debilidad suele ser aparente. Aprovechando su ausencia, las hermanas Williams han vuelto a dominar el circuito del tenis internacional, pero sin la seguridad, sin la fuerza, sin el ánimo de antaño. Su reinado es frágil y esporádico; porque esta vez a la fuerza la acechan los vigorosos fantasmas de la belleza y la gracia.

Dueña de la agilidad de la Henin, poseedora de una belleza equiparable a la de Daniela Hantuchova, enérgica y eficaz como la Graff de los primeros tiempos, se consolida poco a poco la María Sharapova. Si esa pasión femenina, ese enardecimiento del espíritu y esa calentura del cuerpo no la traicionaran, María ya sería en este instante la mejor tenista del mundo… y también la más bella. Pero María, señores, es tema de otro artículo.

(Foto: Justine Henin, por Apen.be, from Flickr)

Saturday, October 4, 2008

El fauno Safin

En el año 2000, Marat Safin logró en el abierto de los Estados Unidos lo que muchos consideraban imposible: desmantelar a Pete Sampras. El marcador fue contudente: 3 sets a 0. El mismo Sampras, que cuenta ésta entre sus más dolorosas derrotas, hizo un pronóstico redentor que en cierto modo lo eximió de la derrota: “Safin tiene un estilo demoledor y perfecto, no dudo que reinará en el circuito internacional del tenis por muchos años tras mi retiro”.

Tal pronóstico, sin embargo, contó luego como breve maldición. Sampras no contaba con un elemento esencial: Safin era joven, vivía esa edad en que uno se consolida o se pierde. Y puesto que la naturaleza le había dotado no solamente de talento, sino además de belleza física y una energía sensual infinita, la tentación no tardó en menguar su meteórica carrera. Entre la dureza, el rigor y la austeridad de los entrenamientos físicos –tormentos a los cuales se entregaron sin mayor dificultad los grandes feos del tenis: Vilas, Bjork, McEnroe, Becker, Lendl y Sampras- y la destellante magia de las discotecas recién entrenadas en el Moscú putiniano, Safín, el hermoso, no dudó un instante en elegir la segunda opción. A las fiestas le siguieron las orgías, y hay testigos que afirman que el departamento de Safin, en medio de su alegre desconsuelo, parecía set de película porno.

Las consecuencias no se hicieron esperar. Después de aquella victoria deslumbrante sobre Sampras, Safin no conoció el triunfo por años; y no había experto que en su balance anual no se hiciese la pregunta de rigor: ¿Resucitará algún día Safin? A los optimistas no les faltaba fuerza argumental: los años traen consigo madurez, las locuras de la juventud acaban por lo general en tedio; Safin, el caníbal cansado, volvería al redil de los chicos displinados y conquistaría, al fin, Wimbledon. Los pesimistas sonreían a la distancia por otro motivo simple. Los años hacían de Safin una bestia más hermosa y atractiva. Se hizo crecer la barba, adoptó un aire bohemio, y aunque no llegó al extremo de aquel iluso Tipsarevic que se tatuó frases de Dostoievski en un brazo, sí que parecía artista. La belleza es un peligro. Suele cercenar el talento más legítimo, reemplazar por ilusiones de fama la gloria verdadera del logro bien conseguido. En el caso de Safin no había melancolía ni vacío –cosas que lo habrían convertido en un tenista maldito- sino solamente ocio, tiempo perdido y un montón inconcebible de lascivia.

No vale la pena señalar los hitos de su vida amorosa, porque no tuvo ninguna. Todos sus amores fueron en cierto grado equivalentes. Mencionar nombres no sirve, porque en su caso, más vale mencionar decenas, aludir a generalidades, hablar verdaderamente en plural: Safin se tiró a todo el gremio. Mientras Federer conquistaba el mundo, mientras Roddick se esforzaba por ser el mejor número dos de la historia, mientras Nadal bebía leche pura de vaca y tragaba solamente morcilla para dar forma extraviada y estrafalaria a los músculos que hoy tiene, Safin descansaba cual fauno en su lecho moscovita… ¿con qué nayade? ¿Martina Hingis ayer? ¿María Kirilenko mañana? ¿Qué modelo para este fin de semana?

Y luego nuevamente el cansancio. Los yates, las playas de Mónaco, las celebraciones de un placer desgraciadamente efímero, cuando se convierten en rutina también muestran su vacío. Entonces Safin despertaba y llamaba a su entrenador clamando a lágrima viva: “Las cosas van a cambiar, voy a ser campeón de nuevo, nos espera Australia”. Tres meses de frenético entrenamiento y Marat –qué nombre le clavó su republicano padre- ya estaba en Sydney, listo para el abierto del año 2005. Raquetazos van, raquetazos vienen; emociones se concentran; llegan las semifinales y al desgraciado Safin le ha tocado el más letal de los rivales: el gran, el magnífico, el incomparable Roger. Pero en cinco sets de dramático empuje, Marat se impone y dos días después, a costa de Lleyton Hewitt, alza la copa del triunfo por segunda vez en su vida.

¿Había resucitado el ídolo? ¡Sí!, gritaron al unísono en Rusia. “No”, respondieron con tranquilidad en Suiza. Se había consolidado solamente el patrón. En la vida de Marat, a tres años de juerga le sigue uno de sacrificio y heroísmo: está condenado a ganar un Grand Slam cada lustro. Su vida es un vaivén que transcurre alternativamente entre una cancha de tenis y una pista disco. “The partygoer” le llaman en los Estados Unidos, pero el apodo es injusto. Safin no ha nacido en América. No le rinde a la competencia el culto desmesurado que le profesan la mayoría de sus colegas. Nunco estuvo entre sus objetivos quebrar récords. Héroe sensual, casi pagano, vive todavía para la noche; pero cuando la misma lo cansa, vuelve al ruedo como Aquiles. Sus victorias, poquísimas si consideramos su talento, superan, sin embargo, a aquellos triunfos rutinarios que otros grandes acumulan hasta el tedio. Tras su retiro, lo recordaran sus amantes; y aquella pequeña minoría que prefiere la llamarada efímera al fuego moderado y permanente.
(Foto: Safin, por Beck26-Flickr)

Peter Leko

La curiosa observación de Engels en cuanto al consumo de carne como explicación científica del desarrollo cerebral parece en nuestros días poco menos que ridícula. Tomada al pie de la letra, pondría en tela de juicio la inteligencia de los vegetarianos. No se hable aquí de los innumerables milenios que toma el ciclo evolutivo para aclarar que la afirmación del viejo maestro marxista se basa en especulaciones de ciencia ficción más que en hechos verificados por la ciencia ciencia. Hasta donde abarca la memoria del hombre, esa antiguedad borrosa que por lo menos legó algunos testimonios orales y escritos, no hay certeza comprobada de que los carnívoros hayan sentado las bases de la democracia o que de su inspirado numen hayan surgido las artes y las ciencias. Pitágoras, uno de los primeros pensadores de la antiguedad griega, era vegetariano. Y lo mismo sus seguidores, que no fueron pocos. De más está explicar por qué Koestler afirma que Pitágoras es piedra fundamental de la ciencia y la filosofía de occidente, y que para semejante logro no haya probado en su vida un gramo de carne roja.

Pues bien. La escuela rusa de ajedrez, poblada de carnívoros radicales que leyeron a Engels en la escuela primaria, tienen razones para sonreír y temer tras el desbocado ascenso del húngaro Peter Leko, vegetariano que no solamente sigue una dieta ortodoxa, sino que además predica a los cuatro vientos la generosidad de todo lo que es verde y comestible. Sonreír porque Peter, durante los grandes torneos ajedrecísticos celebrados en Alemania, España y Holanda, no puede comer lo que gentilmente le ofrecen los organizadores del evento de turno, y tiene que salir a la calle en busca de ensaladas, ante la mirada sospechosa de Svidler, Kramnik, Shirov y Topalov. Y temer porque Leko, poniendo en ridículo a Engels, se ha adjudicado sucesivamente los torneos más importantes del mundo entero: Dortmund en 2002, Linares en 2003 y Wijk Aan Zee en 2005. Aparte de estos logros quedará en la memoria de todos el susto que le causó al pobre Kramnik en Brisago, donde casi se adjudica la corona mundial, durante un match que terminó empatado tras catorce partidas. Las cosas están claras en el panorama actual del ajedrez mundial: tras el retiro de Kasparov, los mejores del mundo son Kramnik, Leko y Anand. Siendo el primero el único omnívoro del poderoso triunvirato.

El ajedrez es ante todo un arte. En él se combinan la imaginación y la inteligencia. Una partida puede ser tan hermosa como un poema y una jugada tan maravillosa como un verso excepcional. Hay partidas larguísimas, complejas, planificadas rigurosamente en cada fase; partidas que son como novelas. Y hay partidas breves como cuentos, y brevísimas como epigramas o dísticos. Por esta amalgama armoniosa de inteligencia y creatividad, yo admiro más al jugador de ajedrez que al mismísimo bardo. Y en el terreno poético de los escaques, se alza un nuevo genio, ascético y disciplinado, que básicamente se alimenta con garbanzos, lechugas, pepinos, éter y meditación mañanera: el gran Peter Leko. Es la admirable disciplina Pitagórica lo que lo ha elevado al sitial que hoy ocupa y la que ha modelado su estilo. El mismo es descrito de manera inmejorable por quienes lo cuestionan: “Leko, el maestro de los empates, posee un juego defensivo, casi nunca se permite un riesgo; se trata de un jugador aburrido, sin fantasía, sin capacidad de asombro”. Una pena que estos clarividentes no sepan hallarle la belleza a un empate. Una pena que permanezcan en la edad de la inocencia y defiendan a capa y espada el romanticismo que le hace perder tantas partidas a Alexander Morozevich. No entienden que Leko es ante todo un atleta forjado al estilo griego. Lo suyo es escalar cumbres, no hacer piruetas en el aire. Muchos ajedrecistas de calibre han afirmado que Leko es el rival más difícil, que es casi imposible ganarle. Y ¡ay¡ de aquel desafortunado que le dé micrométrica ventaja; destinado está a perder, porque Leko no perdona. El ajedrez agónico, el que sacrifica piezas en nombre de la belleza y se entrega dignamente a una derrota relampagueante o a un triunfo histórico y memorable, no le viene bien a Peter, que despierta religiosamente a las cuatro de la mañana, medita y se relaja con la seriedad y parsimonia de un monje budista, se levanta y toma un desayuno espartano, y luego se dedica por horas a explorar cada rincón del tablero en busca de fórmulas eficaces, innovaciones letales, que lo lleven a obtener la corona mundial antes de cumplir los 30.

Por lo pronto, el objetivo de Leko para el año 2005 ya ha sido cumplido: ganar Wijk Aan Zee, derrotando incluso a Anand y dejando atrás a Topalov y a Kramnik. Su puntaje fue más que impresionante: 4 victorias, 8 empates, ni una sola derrota. El maestro de las tablas salió a demoler pacientemente a sus rivales de turno (quedará para el recuerdo la brevísima lección impartida al malcriado Bruzón, verdugo de Short), silenciando a todos sus críticos al cierre del torneo. A partir de ahora, cualquier torneo que no tenga a Leko entre sus participantes, será casi un torneo de segunda. Como el torneo de Mtel, a celebrarse en Sofía el mes que viene. De allí saldrá un vencedor carnívoro, coronado de salchichas en lugar de laureles, si es que Anand no lo impide. Otro hubiera sido el cantar si asomaba las narices el otro maestro vegetariano: el gran Peter Leko.
(Foto: Peter Leko, por Chessbase)